Al menos hasta 1996 el segmento medio de los votantes españoles ocupaba la franja de lo que conocemos como voto moderado. No es casual que las propuestas más extremas durante los años precedentes, desde el inicio la llamada Transición hasta mediados de los años noventa, quedasen claramente como marginales en prácticamente todas las convocatorias electorales. Si hoy nos preguntan qué ha sido de ese núcleo moderado tenemos que reconocer que nutre, fundamentalmente, un porcentaje cada vez mayor de la abstención.
Pero esta respuesta no incluye toda la deriva del voto, ya que otra parte de ese núcleo, entonces centrado, configura hoy un voto no racional, entendiendo por tal aquella importante fracción del censo electoral que, ejerciendo su derecho al voto, se radicaliza en sus opciones. Este concepto de radicalización hay que entenderlo como aquellos votantes que, teniendo en cuenta hechos pasados –pero convenientemente manipulados en cuanto a su verdadero significado y consecuencias- atienden a consignas que no le reportarán en el futuro ventajas sociales sino que sólo tienden a reforzar los intereses políticos del partido votado por ellos. Sería muy interesante seguir la advertencia con la que los agentes de Bolsa recuerdan a los potenciales inversores ingenuos que “resultados históricos no garantizan ganancias futuras”, para que el votante, sopesando la trayectoria, evalúe la credibilidad y honorabilidad del político en quien deposita su confianza. Los ejemplos de populistas –más propio es llamarlos oportunistas- que se aprovechan de la desconfianza del electorado en sus referentes políticos consolidados para acceder al poder, aparecen de forma cíclica; sólo hace falta recordar el ejemplo demagógico de Jesús Gil o el mucho más próximo de Rosa Díez (que estuvo haciendo demagogia pública contra su propio partido mientras la mantenía en el Parlamento Europeo) para constatar la presencia de este fenómeno. Generalmente apelan a problemas reales de la sociedad para proponer lo que se puede reconocer como “la solución del Pocero”.
Un ejemplo colateral, pero actual, puede aclarar esta idea. Estábamos acostumbrados a que en el País Vasco el entorno social del terrorismo apelase a un mundo idílico que tratara de reivindicar una sociedad vasca basada en la pureza de la raza y la predominancia de valores rústicos ya rebasados, cuando no directamente inventados. Pero en estos días asistimos al espectáculo de la movilización de una parte de la sociedad catalana vindicando un independentismo que marcha exactamente en sentido contrario a las fuerzas centrípetas de la política mundial y europea en particular. El futuro no parece estar en minúsculos estados con una moneda sometida a los embates de las finanzas internacionales, obligados a mantener por su cuenta infinidad de consulados y legaciones diplomáticas por todo el mundo y sostener un insignificante ejército incapaz de mantener esa ansiada independencia. Sólo hay que fijarse en la situación actual de Letonia para tomar nota. Ninguna de estas inevitables consecuencias se les ha transmitido a los entusiasmados catalanes que han enronquecido el día 11 de septiembre exigiendo esa independencia de opereta que se les promete.
Los observadores que hemos respetado siempre el sentido común de la sociedad catalana no podemos ocultar nuestra perplejidad ante una idealización independentista que ignora (se supone que deliberadamente) las consecuencias de esa demagogia. Porque ¿alguien en su sano juicio puede pensar que una Cataluña, como estado independiente, iba a ser mantenida, sin más, en el seno de una Europa unida, disfrutando de una moneda única y de las rentas y privilegios obtenidos dentro de un Estado, España, del que reniegan y queman su bandera? ¿Repetiría Europa un error como el de Yugoslavia? ¿De dónde ha salido la falacia segregacionista de tratar “en pie de igualdad” con España? ¿Hasta ese punto están convencidos de su diferencia, léase superioridad? En mi familia cuando un adolescente quería adquirir autonomía sin abandonar los privilegios de la infancia, se le decía: teta y sopa no caben en la boca. Mi admirado Emilio Lledó lo deja muy claro en su espléndida lección (Pandemia y otras plagas; El País, 13/09 /09), cuando señala: “Una plaga, entre otras, que merece ser estudiada es la que arrastra el concepto de “identidad” donde sus catequistas, sin haber pensado en lo que puede significar esa palabra, defienden la disgregación y desunión cuando hoy, más que nunca, necesita nuestro país formas y planteamientos que nos integren y nos unan dentro de la posible y espléndida diversidad”. Todo esto viene a reforzar la idea ya apuntada de cómo se manipula, cuando interesa a ciertos sectores o fracciones políticas, ideas básicas para la convivencia social y futura, ocultando aspectos fundamentales en el caso de que esas promesas se materializaran algún día. Todos podemos escribir una carta a los Reyes Magos, pero hay que ser conscientes de quién paga los juguetes con los que soñamos y, sobre todo, si esos juguetes nos serán realmente de utilidad en un futuro idealizado.
Esta hipótesis es a la que llegan también los profesores González y Bouza (Las razones del voto en la España democrática 1977-2008; 2009), detectando lo que llaman dinámica de la polarización política. Estas líneas tratan precisamente de la estrategia de radicalización del electorado, puesta en marcha por el Partido Popular y que tan buenos resultados le está deparando entre amplios sectores del electorado. Se unen, a partir del año 2000, varios elementos que propician esa radicalización irracional –por cuanto no parece obedecer a componentes del voto racional- expulsando, al mismo tiempo, a un porcentaje muy significativo de votantes hacia la abstención o, en menor medida, al voto en blanco.
Las estrategias electorales del resto de los partidos políticos, y muy especialmente por el PSOE, no parecen poder contrarrestar esa actividad puramente retórica y destructiva puesta en marcha por los ideólogos del PP de que “cuanto peor, mejor”. Adelantando un aspecto, sobre el que después será necesario volver, baste ahora tener en cuenta cómo se está manejando la actual crisis económica por parte de la derecha; depresión en la que tiene un peso fundamental la llamada economía del ladrillo, en cuya base están los apoyos a la especulación inmobiliaria fomentados en los años de la mayoría absoluta del gobierno de Aznar.
La Democracia no se reduce a la ocasión electoral, si bien los procesos electorales son su instrumento más genuino. No se es demócrata consecuente por el simple hecho de votar y aceptar pasivamente los resultados, sino sobre todo por tener asumidos los Valores Democráticos entre los que destaca, precisamente, exigir una coherencia honrada a los elegidos, no beneficiarse políticamente por la compra de dos traidores o cuestionar el resultado adverso propalando el infundio de una falsa conspiración. La manipulación de los significados ha llegado a tal extremo que ahora se admite como normal el que un concepto de estricta aplicación procesal, como es la presunción de inocencia, se esgrima para aferrarse al cargo público detentado por el sospechoso cuando existen evidencias racionales de que se ha faltado a la honorabilidad exigible. Un político bajo unas sospechas ciertas de corrupción deja de ser respetable, al menos mientras no aclare sin lugar a dudas su situación.
El partido que aspira a volver al poder -a ser posible con mayoría absoluta para imponer sus soluciones tipo Esperanza Aguirre- está enredado en una maraña de escándalos de corrupción a los que intenta taponar matando al mensajero. Y el PSOE tampoco anda muy acertado en sus actos de Gobierno. Es lógico que los errores de Gobierno sean los más abultados y los que admitan una crítica más contundente por su trascendencia, pero basta con señalar algunas indefiniciones que son percibidas, incluso por su propio electorado, como incoherentes con lo esperable de su ideología. Por no entrar en las imprecisiones de la política económica (pues hay que estar a enjuiciar los resultados y abstenerse de pronósticos, siempre inseguros incluso de los que se presentan como “expertos”), baste señalar aquello que nos define como país.
Renunciar al compromiso ético de la Justicia Universal –siguiendo las directrices del gobierno sionista- no es un aval de progresía, al tiempo que se incumplen compromisos irrenunciables en materia de Derechos Humanos. Al mismo tiempo, y para completar la incoherencia, se apoya un trato europeo de privilegio a una Estado como Israel claramente delincuente internacional, ya que ha incumplido todas de las Resoluciones firmes de Naciones Unidas, siguiendo por el contrario su política totalitaria y expansionista a costa de masacrar a los titulares legítimos del territorio que ocupan contra todo Derecho Internacional. Prepara una Ley de Libertad Religiosa (que no de Conciencia, como sería lo exigible) para perpetuar el poder de la Iglesia Católica, otorgando algunas parcelas de presencia a otras religiones; vulnera con ello una exigible separación entre las creencias espirituales y la estructura aconfesional y laica del Estado. Siguiendo por ese camino la Enseñanza, ámbito de la Ciencia, se convierte en sinagoga, mezquita o sacristía, responsabilidad de las familias y su ámbito privado en cuanto a las creencias (todas legítimas pero no estatales) que quieren para sus hijos. Aún no sabe el PSOE separar Ética Pública de Moral Privada.
Y así le luce el pelo con los grupos que pretenden que el Parlamento legisle según sus creencias particulares. Toda legislación en libertades (llámese unión marital homosexual o interrupción voluntaria del embarazo con garantías) se ha de hacer con la charanga de fondo de los grupos ultra. No puede extrañar, por tanto, que con el peso de los herederos del franquismo en orden cerrado tuviese que arbitrarse de tapadillo y a toda prisa una mal llamada Ley de Memoria Histórica, que trata de descargar al Estado de una de sus obligaciones más esenciales: localizar los restos de ciudadanos españoles asesinados alevosamente, delimitar las circunstancias y acotar las responsabilidades pertinentes. El único magistrado que osó cumplir con su obligación procesal es vilmente acusado (y admitida a trámite, lo que es aún más escandaloso) y aquí no se hunde la Justicia.Con este panorama no es de extrañar la huida de los votantes hacia posturas abstencionistas, reaccionarias o a la elección de personajes impresentables y oportunistas.